lunes, 19 de septiembre de 2011

Cine artesanal y minucioso en vías de desaparición (Arrietty y el mundo de los diminutos)

Arrietty y el mundo de los diminutos (2010) supone el debut en la dirección de Hiromasa Yonebayashi, un técnico de animación formado en el Estudio Ghibli; aunque la verdadera noticia es que el guión de la película es de Hayao Miyazaki, a quien seguramente la edad le impide mantener su ritmo creativo. El Estudio Ghibli sigue siendo una referencia de primer orden en lo que se refiere a la animación clásica, artesanalmente dibujada. Tan alargada es su sombra que alcanza hasta la mismísima Pixar: a pesar de sus aparentemente opuestos estilos, no es difícil ver en Up (2009) una versión americanizada del tema de la vejez mezclado con residencias que se convierten en medios de transporte tal y como sucede en El castillo ambulante (2004). No es casualidad que Pete Docter se hiciera cargo en su día de la versión estadounidense del filme de Miyazaki.

El filme recupera el tono intimista de títulos míticos como Mi vecino Totoro (1988) --uno de los mejores de la filmografía de Miyazaki y un clásico insuperado de la animación universal-- hecho a base de narración deliberadamente lenta que se recrea en los detalles cotidianos (tareas domésticas, el curso del tiempo, el tránsito del mundo infantil al adulto) y un irrepetible e inimitable uso de los silencios capaces de sustituir al diálogo. Por si esto no fuera suficiente para dificultar la empatía con el público infantil y juvenil, la historia renuncia a la espectacularidad que le brindaría el cambio de escala que propone el argumento (la existencia de unos seres diminutos que conviven con los humanos sin que éstos les vean rondar por sus casas), así como un mensaje ecologista de lo más avanzado --la conservación de las especies-- ciertamente difícil de captar: la inevitabilidad de influir negativamente en el hábitat de especies en peligro por el simple hecho de entrar en contacto con ellas. Algo así como el equivalente ecologista a la paradoja del gato de Schrödinger en la teoría cuántica: el simple hecho de observar un fenómeno ya lo modifica. Valorar debidamente Arrietty y el mundo de los diminutos requiere, no sólo unos conocimientos semiavanzados de la obra de Miyazaki, sino un nivel de gusto por el detalle colateral (básicamente la perfección técnica del dibujo y argumentos localizados en ambientes hogareños) del que no todo el mundo puede presumir.


Miyazaki visita Pixar con motivo del estreno de la versión en inglés de El castillo ambulante



No obstante, los conocedores de la obra de Miyazaki, reconocen fácilmente algunos de sus rasgos de estilo y de contenido habituales: el retrato minucioso de la vida familiar, la imaginativa aplicación de los más diversos objetos al uso doméstico en entornos diminutos, la ambientación sonora desde el punto de vista de unos seres minúsculos, protagonista femenina adolescente, edificios y mobiliario propios de la campiña inglesa (salvo uno o dos detalles actuales y específicamente japonenes), igual que sucedía en El castillo del cielo (1986) y El castillo ambulante. Con todo, Arrietty y el mundo de los diminutos no es una película redonda, al contrario, está muy alejada de los parámetros del cine infantil adultoide de inspiración televisiva, y requiere de una importante labor de apoyo narrativo por parte de los mayores. Y es que el cine de Miyazaki, para entrar adecuadamente a los pequeños, necesita encandilar previamente a los padres.

Ese es mi caso: soy un rendido admirador de Miyazaki, al que descubrí sin referencia alguna el día que me colé en un cine a ver El viaje de Chihiro (2001) y cuya honda impresión provocó que tuviera que hacerme con toda su filmografía de golpe. Y no sólo eso, también la capacidad/casualidad de transmitir a mi hija, hermana y sobrinas la pasión por la obra del maestro japonés. De manera que ir todos juntos a ver Arrietty y el mundo de los diminutos no consiste solamente en una tarde de cine, ni un posterior y entretenido debate acerca de nuestros respectivos momentos perfectos favoritos, es la prueba definitiva de que hemos conseguido establecer un vínculo intergeneracional, una forma compartida de ver el cine y el mundo que se dejará notar años después --quiero pensar que, por ejemplo, algunos novios deberán pasar la prueba de La princesa Mononoke (1997) o El castillo ambulante-- y que tendrá suficiente capacidad para renovarse y enriquecerse con el tiempo y nuevas películas. No exagero.

lunes, 12 de septiembre de 2011

La filosofía en el tocador de la era predigital (Solteros)

En los meses anteriores al estreno de Solteros (1992), sucedieron muchas e importantes cosas (algunas altamente influyentes, tal como han ido los tiempos): un año antes, Douglas Coupland publicó Generación X, (su siguiente novela, Microsiervos, ambientada en Seattle, no vio la luz hasta 1995). En lo musical, el filme ignora (quizá porque el rodaje coincidió en el tiempo) el lanzamiento de Nevermind (1991) de Nirvana, su director --Cameron Crowe-- prefiere apostar por sus preferencias personales: Pearl Jam --el propio Crowe acaba de dirigir Pearl Jam Twenty (2011), un documental sobre la banda-- o The Cult. Aun así, la omnipresencia del logo de Sub Pop, el sello discográfico independiente de moda en aquellos años, indica que la película es consciente de haberse rodado bajo el influjo del sonido Seattle. Aún faltaban siete años para la cumbre de la OMC en la misma ciudad, cuyos disturbios marcaron un antes y un después en los movimientos antiglobalización.

Lo sorprendente es la capacidad de la película para desaprovechar la oportunidad de subrogarse todos estos hitos que la habrían colocado en un lugar preferente del cine generacional, o por lo menos el retrato de un momento social y cultural de enorme influencia posterior. Solteros podría haber sido una nueva La filosofía en el tocador, la polémica obra atribuida al marqués de Sade publicada en 1795, en medio del caos político y social de la Revolución Francesa. No me cabe duda de que Solteros no aspiraba a tanto --ya que no se convirtió en ningún hito cinematográfico respecto a la década de los noventa-- pero tampoco supo alzarse, aunque sólo fuera por simple coincidencia cronológica, con la autoridad de cerrar un debate que llevaba demasiado años alargándose inútilmente. Me refiero al tema de las relaciones heterosexuales y urbanitas en el cine occidental.



El filme narra las vidas de unos veinteañeros en transición a la decena superior que, a pesar del mundo incipientemente tecnológico en el que se aprestan a vivir (por lo visto, en aquella época ofrecer el mando a distancia del garaje de casa a una de tus citas equivalía casi a entregar un anillo de compromiso), se conducen en lo relativo a relaciones y encuentros con una gazmoñería que limita al norte con Ghost (1990), o incluso peor. El argumento contiene los mismos debates de instituto de cualquier película romanticoide (el encuentro casual, las llamadas descuidadamente estudiadas, las confidencias, el proyecto de vida que no cumple los plazos previstos...), la diferencia es que se insertan en un mundo más alternativo y moderno. El desarrollo de la historia acaba desmintiendo esto último, dejando a los protagonistas felizmente emparejados o satisfechos con la independencia y estabilidad emocional recién recuperadas.

Solteros es hoy, además de una comedia romántica de tercera, un retrato --involuntario, estoy convencido-- de la autocomplaciente sociedad de los noventa, llena de esperanza en el futuro; convencida de haberse sacudido los complejos y las horteradas de los ochenta, capaz de encarar sin muletas conceptuales la realidad amorosa en un entorno pre-digital. A esta sensación contribuye el ambiente bohemio/acomodado del filme, con algunos puntos de contacto con el feísmo desencantado y alternativista que proponía el grunge, hecho de las cenizas del punk setentero, y que culminaba el espejismo personal de haber logrado acabar con el pop de diseño, fabricado en serie y listo para consumir, que dominó la década anterior.

Pero sobre todo, la película permite deleitarse --probablemente por última vez en la era analógica-- con toda esa filosofía barata del teléfono y los primeros contactos: el arte de los mensajes en el contestador, las teorías sobre el número de días que deben transcurrir entre una cita y la siguiente llamada... En fin, todas esas teorizaciones caseras que el género romántico fue alimentando y acrecentando hasta traspasar la pantalla y convertirse en un imposible modelo de conducta social. Un modelo que, de pronto, se evaporó como si nada en cuanto se universalizó el uso de los móviles (y más tarde el Messenger y las redes sociales). Resulta extraño y ñoño ver a los protagonistas debatir sobre los dilemas del «¿Me llamará?» «¿La llamo?», «¿Estamos en el mismo punto?», «¿Cómo le digo que ya no quiero seguir saliendo?». Ahora que el género romántico ha conseguido adaptar la ubicuidad de la inmediatez en las comunicaciones al romance heterosexual, resulta raro un filme como Solteros en el que sobra tanta dilación inmotivada sobre el apareamiento previo.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Usos modélicamente obreros de la narración cinematográfica (Resacón en Las Vegas)

Últimos preparativos para una boda: el pastel, las flores, colocación de las sillas... Mientras escuchamos una suave música también suena en off una serie de llamadas infructuosas a móviles. En todos ellos salta el buzón de voz con un mensaje de disculpa por no estar disponible. La novia, en pleno proceso de acicalamiento, cuelga entre preocupada y cabreada: no consigue hablar con ninguno de los que fueron a la despedida de soltero de su novio, y apenas quedan cinco horas para la ceremonia. Su suegra está igual de indignada, su suegro justifica el silencio de los muchachos porque han ido a Las Vegas, y si están en racha todo --¡todo!-- puede esperar. Miradas fulminantes de ambas. Suena el móvil. Cambio de plano: es uno de los amigos del novio. Habla desde un desierto, en todo caso un lugar inhóspito y lejano, está cansado y exhausto, no sabe cómo encarar la conversación. Tras él se ven otras personas, esperando junto a un vehículo destartalado. No acierta a explicar lo sucedido --sabemos de qué va la cosa y por eso nos deleitamos en nuestras butacas-- pero aun así intenta que su sinceridad sirva de disculpa o amortigüe la bronca. Lo cierto es que no saben dónde está el novio porque la despedida se les ha ido de las manos. ¡Pero si se casa dentro de cinco horas! «Algo me dice que no va a poder ser», responde él. No llevamos ni cinco minutos de película y ya nos han suministrado todas la claves necesarias para disfrutar con la resolución del enredo planteado. Un ejemplo perfecto --debería estudiarse en las universidades-- de economía y eficacia narrativas. Por cierto: a mí también me encantaría hacer una llamada como ésa.



Cuando hablé de Centauros del desierto (1956) decía que una de las estrellas del imaginario sentimental masculino es reventar una boda: aparecer justo antes de que comience la celebración, montar un numerito de novio arrepentido y enamorado ante la exnovia, forzar una pelea a puñetazos con el rival y llevarse a la chica. Resacón en Las Vegas (2009) contiene una variante actualizada y pasada de vueltas: llamar a una novia inminente y anunciarle que, debido a un desmadre en la despedida de soltero, han perdido al novio. La película es, por lo menos, dos cosas: a) una aplicación modélica de la manipulación del tiempo narrativo (habitual en el cine espeso y/o independiente) a un argumento obrero por excelencia: la despedida de soltero; b) un filme que merece un lugar de honor en la lista de clásicos del humor testosterónico, junto con El gran Lebowski (1998). Si además de eso es capaz de mantener el interés, explotar las situaciones cómicas sin caer en la zafiedad total y clausurar la historia sin desmerecer (a pesar de lo previsible del final), pues hay que admitir que nos encontramos ante un nuevo clásico de la comedia, una marca a batir que durará unos cuantos años si no median sorpresas.

El fiestón transgresor, caótico y definitivo todavía goza del máximo prestigio en la escala de preferencias del humor masculino, tan sólo superado por otra situación: la resaca monumental y la oportunidad de poder explicar a quienes no estuvieron presentes --especialmente mujeres-- lo definitivamente bien que se lo pasaron. El objetivo en este tipo de filmes es conseguir desmadrar una despedida de soltero de manera que resulte divertidísima, incluya un claro desafío al poder y a las buenas costumbres e involucre a un número incontable de personas. Con semejante premisa, el género ha acabado por convertirse en un refugio para la comedia garrulo-coral. Resacón en Las Vegas, en cambio, sortea con habilidad todos estos obstáculos: de entrada, evita sistemáticamente mostrar lo sucedido en la fiesta, sin recurrir siquiera a flashbacks parciales; además, resuelve con verosimilitud los enigmas planteados tras la noche de juerga, sin echar mano de giros imposibles y pasados de vueltas. Uno tras otro se revelan los motivos por los que hay un tigre y un bebé en la habitación, a uno le falta un diente y otro lleva una pulsera de hospital. Al contrario: los protagonistas actúan con lógica y poco a poco reconstruyen lo que hicieron la noche anterior, de la que --por una razón en concreto-- no recuerdan nada. Cada descubrimiento explica lo que, a falta de recuerdos, parece al día siguiente algo arriesgado, idiota o, simplemente, temerario, y de paso nos acerca a la incógnita principal (¿dónde está el novio?). Por el camino, quedan algunos gags realmente buenos (el del vehículo policíal a la puerta del hotel), pero sobre todo, la habilidad para resolver la escena del móvil con la que arranca el filme. A continuación, diez minutos de suspense más que previsibles y desembarco en la ceremonia que hace las delicias de cualquier hombre: llegar por los pelos, con una pinta impresentable y provocando por ello que todos nos pregunten por lo sucedido. Después, un momento final, entre los cuatro protagonistas, que escenifica perfectamente el mundo masculino y su ingenua idea de que sabemos cosas que, por su propio bien, debemos ocultar a las mujeres. Incluso los créditos (es obligatorio verlos) quedan inteligentemente integrados en la película, cerrando el círculo narrativo con brillantez.

Desde hace dos décadas, las películas de despedidas de soltero --especialmente desde Despedida de soltero (1984), con un jovencito Tom Hanks en plena labor de labrarse una ecléctico-legendaria filmografía-- habían entrado en una dinámica incremental de desmadre negativo que amenazaba con atrofiar el género, volverlo repetitivo, absurdo y con un humor cada vez más grosero. Por fortuna, Resacón en Las Vegas ha corregido esta peligrosa deriva echando mano de recursos de estilo propios de filmes más serios, comprometidos o, por qué no decirlo claramente, prestigiosos, demostrando que no hay formatos predeterminados para un género, sino un uso inteligente de los mismos.

Y es que el cine espeso ha tratado siempre de adaptar y/o explotar determinados recursos narrativos mediante argumentos y temas que faciliten esta labor. El cine negro, por ejemplo, resultaba ideal para desordenar la historia: saltos atrás, diferentes versiones de un mismo suceso... Woody Allen, por su parte, aplicó a la comedia indudables hallazgos formales que pasaron casi desapercibidos en los filmes de Ingmar Bergman debido a lo secos y rancios que eran sus temas (como mostrar al protagonista con el aspecto del presente en situaciones de la infancia). En Fresas salvajes (1957) era la crisis de identidad de un viejo profesor, en Annie Hall (1977) recuerdos de la escuela primaria del protagonista, algo con lo que la mayoría se identifica más fácilmente. Resacón en Las Vegas es un caso parecido, solo que esta vez el tema es mucho más obrero y eso, claro, a algunos críticos especializados les parece un derroche de talento, incluso puede que un sacrilegio. Desde mi punto de vista es un mérito añadido.


http://sesiondiscontinua.blogspot.com/2011/09/usos-modelicamente-obreros-de-la.html